Con los años, he aprendido a evitar discusiones que no tienen sentido Tal vez sea la madurez, los años o incluso la resignación, pero siempre llega un momento en que nos damos cuenta que hay discusiones que ya no valen la pena.
Es entonces cuando preferimos optar por ese silencio que calla y sonríe, pero que nunca otorga, ese que comprende, por fin, que no sirve de nada dar explicaciones a quien no desea entender. Ahora bien, a pesar de que a menudo se diga aquello de que discutir es un arte donde todos tienen la palabra pero muy pocos el juicio, en realidad, es un problema que va más allá.
Las discusiones, a veces, son como una partitura donde la música está desafinada, donde no siempre se escucha y en la que todos desean tener la razón o la voz cantante. En ocasiones, es una práctica agotadora.
Hay discusiones que antes de empezar ya son batallas perdidas. Puede que sean los años o simple cansancio, pero hay cosas de las que ya no deseo hablar más…
Una buena parte de la psicología y de la filosofía nos han enseñado durante mucho tiempo determinadas estrategias para salir airosos en cualquier discusión.
Buenos argumentos, el uso de los heurísticos o una adecuada gestión emocional serían sin duda algunos ejemplos de ello, pero...¿Y si lo que buscamos es no iniciar determinadas discusiones que ya damos por perdidas desde el principio? La madurez no depende de la edad, sino de llegar a esa etapa personal donde ya no deseamos engañarnos a nosotros mismos, donde luchamos por un equilibrio interno donde cuidar de nuestras palabras, respetar lo que escuchamos y meditar cada aspecto que optamos por callar.
Es entonces cuando somos conscientes de qué aspectos merecen nuestro esfuerzo y cuáles nuestra distancia. Es posible, por ejemplo, que nuestra relación con un familiar cercano fuera compleja hace unos años, tanto, que mantener una simple conversación era como caer sin paracaídas al abismo de la tensión, de las discusiones y los malos ratos.
Ahora, sin embargo, todo aquello ha cambiado, y no es porque nuestra relación haya mejorado, sino porque hay una aceptación de nuestras diferencias. Optamos por un silencio que no otorga, ni se deja vencer, pero que se respeta.
Madurar es también disponer de una adecuada confianza interior para considerar que determinadas personas y sus argumentos ya no son una amenaza para nosotros. Quien antes nos enervaba con sus palabras ahora ya no nos da miedo ni nos enfada.
El respeto, la aceptación del otro y esa autoestima que nos salvaguarda, son nuestros mejores aliados. Sabemos ya que hay discusiones por las que no vamos a perder la calma ni nuestras energías. Sin embargo, comprendemos también que la vida es negociar casi cada día para poder coexistir en armonía, para mantener esa relación afectiva, para lograr objetivos en nuestro trabajo, e incluso, por qué no, llegar acuerdos con nuestros propios hijos.
Las discusiones no están pues exentas en ninguno de estos ámbitos. Aprender a oír es natural, pero saber escuchar es vital.
El arte de discutir de manera inteligente y sin efectos secundarios, requiere no solo de una hábil estrategia, sino de una adecuada gestión emocional que todos deberíamos saber aplicar en nuestros entornos más cercanos.